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Cultura

Manuel Lizondo Borda y un sentido intercambio poético

Retazos de la vida y obra del poeta e historiador tucumano

San Miguel de Tucumán, 1909. Un escritor veinteañero con aspecto adolescente aún, daba a conocer su primer libro de versos: El poema del agua, premiado entonces en los Juegos Florales de la Provincia con «Flor Natural». Dicho texto fue reeditado en 1946 y es de observar en él una clara influencia modernista. En el aspecto formal, sus composiciones están en buena parte elaboradas en los acústicos metros alejandrinos, que el salvadoreño Francisco Gavidia había adaptado del francés a la métrica castellana y que Rubén Darío -gran amigo de Gavidia que hasta fue su padrino de casamiento-, tan genialmente ejercitó en nuestra lengua.

El autor nacido en 1889 cuando gobernaba la provincia Lídoro Quinteros y el primer día de ese año se inauguraba en la ciudad capital el alumbrado eléctrico, se llamaba Manuel Lizondo Borda.

Aquel premio le significó ser convocado para recitar en la Sociedad Sarmiento y en otras instituciones y tertulias literarias fragmentos de su poemario, entre ellos el aplaudido canto a las nubes: «Suspiros de los mares, espíritus errantes/ del agua prisionera graciosas y flotantes/ las nubes por los cielos en quietos grupos van.»

Sin embargo sus inquietudes culturales trascendían la lírica, por lo cual se graduó como abogado en la Universidad de Buenos Aires. Además el ex alumno del Colegio Nacional de Tucumán fundado por el presidente Mitre el 9 de diciembre de 1864, siguió los pasos en materia historiográfica de uno de sus maestros allí: Ricardo Jaimes Freyre, el boliviano modernista en lo estético y socialista tolstoiano en lo político, llegado a Tucumán en 1901 y autor de El Tucumán colonial y otros ineludibles volúmenes sobre el pasado provinciano.

Bajo tal influencia sumada a su vocación irrefrenable de conocimientos y a una intuición investigadora certera, pronto a Lizondo Borda se lo reconoció como uno de los máximos referentes de la historia local y del Noroeste todo, lo que le valió ser designado en 1935 miembro correspondiente en su ciudad de la Academia Nacional de la Historia.

Con anterioridad, en 1916, dada su creciente valoración intelectual en el medio, le tocó despedir a José Ortega y Gasset al culminar el español, durante la gira por el país iniciada en septiembre de ese año, su visita a la ciudad que refundó en 1685 Fernando Mate de Luna. El saludo final se llevó a cabo en un acto presidido por el filósofo Alberto Rougés, quien a poco lo había presentado en la Sociedad Sarmiento: «¿Pero, quién es ese héroe del pensamiento, ante cuya presencia la realidad que nos circunda va a volverse un ineludible, un angustioso problema?», interrogó al público Rougés en la ocasión, según da cuenta Carlos Páez de la Torre en un artículo publicado en La Gaceta el 9 de febrero de 2016.

Lizondo Borda por su parte y como él mismo refiere en el libro de 1939 Temas de ética y literatura, le expresó al visitante: «Habéis estado en Tucumán, en un rincón cálido y perfumado de la tierra argentina; en este rincón y solar tan alumbrado por las lenguas todas, por los labios de todos los viajeros que han llegado a ella». Años más tarde no obstante, más apolíneo que dionisíaco y algo reminiscente en su interior del decimonónico «mal du sicle», Lizondo Borda objetará al Ortega raciovitalista sus frases admirativas al sentido deportivo y festivo de la vida, vertidas en El tema de nuestro tiempo.

DEL CENTENARIO 

Aunque de menos edad que la mayoría de los integrantes de la tucumana Generación del Centenario -así llamada por la primera centuria patria celebrada en 1916-, como Ernesto Padilla, Julio López Mañán, José Ignacio Aráoz, Juan Heller, Miguel Lillo, Mario Bravo, Alberto y Marcos Rougés, Juan B. Terán o Graciano Sortheix, le cupo actuar codo a codo junto a ellos, primero en la referida Sociedad Sarmiento creada en 1882 y en la Universidad después.

Además de caracterizó por ser un lector voraz de la Revista de Letras y Ciencias Sociales que dirigió Jaimes Freyre y de la que sus redactores principales eran Juan B. Terán y Julio López Mañán.

Cabe advertir que en ese órgano gráfico -donde Unamuno anticipó un capítulo de la Vida de don Quijote y Sancho-, cuyo primer número apareció en 1904 y los últimos datan de 1907, sin duda debido a su juventud no hay colaboraciones suyas tal como surge de confrontar el índice de la publicación elaborado y dado a conocer en 1963 por Emilio Carilla y Elsa A. Rodríguez de Colucci. Sí, en cambio, poco después de la desaparición de la Revista de Letras y Ciencias Sociales, Lizondo Borda aparece como director de la Revista de Tucumán, subtitulada de extensión de la todavía Universidad Provincial y en cuya redacción actuaban ahora Jaimes Freyre, Juan Heller y Alberto Rougés.

Verdadero humanista y políglota, tradujo al latino Horacio y en 1946 en conmemoración del aniversario de su muerte en Roma, dio a conocer en libro sus Versiones de Horacio con la traslación al español de trece de sus odas, lo que lo coloca entre los cultores nativos del poeta junto a Bartolomé Mitre, Osvaldo Magnasco o el filólogo italiano aquí afincado Matías Calandrelli.

En 1932, publicó en Tucumán su Goethe. La casa de Goethe. Pensamientos de Goethe, obra de ciento cincuenta páginas dedicada: «A la juventud seria y aspirante de mi Patria, para que se inspire en el altísimo ejemplo de Goethe». El volumen epiloga con traducciones a su cargo de prosas y versos del genio de Frankfurt, éstos últimos en aclaración suya «en el metro y con el ritmo del original en lo posible». Empero, bien instalado en su tierra natal y en sus tradiciones que abrevó viajero por sus serranías y valles, en ocasiones en compañía del folclorólogo Juan Alfonso Carrizo, se interesó por las lenguas originarias según dan cuenta sus contribuciones en materia lingüística: Voces tucumanas derivadas del quichua (1928) y Tucumán indígena: diaguitas, lules y tonicotes, pueblos y lenguas (Siglo XVI) (1938).

LA DOCENCIA

Asimismo alternó la actividad literaria y científica con el ejercicio del cargo de diputado a la Legislatura Provincial y la dirección del Archivo Histórico y del Consejo General de Educación de la Provincia de Tucumán. Aunque por sobre todo lo absorbió el desempeño de la docencia universitaria en la Casa de estudios impulsada por Juan B. Terán, su primer rector, nacionalizada en 1921 por decreto de la entonces Intervención Federal convirtiéndose en la Primera Universidad Argentina hija de la Reforma de 1918 y en forma definitiva bastante más tarde, mediante la ley de 1935 que aprobó durante el gobierno de Miguel Campero la transferencia a la Nación de sus bienes.

El Consejo Universitario de esa Casa a la que Lizondo Borda estuvo vinculado desde 1918 hasta prácticamente su muerte ocurrida el 6 de febrero de 1966, y en donde al crearse la Facultad de Filosofía y Letras desempeñó las cátedras de Historia Argentina I y II e Historia de España, lo designó «Doctor Honoris Causa» por Resolución de fecha 16 de octubre de 1962 suscripta por Eugenio F. Virla, su entonces Rector y por Julio Prebisch, en calidad de Secretario General.

Este hombre de excepcional sabiduría y notable capacidad de trabajo, fue también un generoso forjador de vocaciones. Al crear y hacerse cargo de la dirección del Instituto de Historia, Lingüística y Folklore de la UNT, designó como secretario de la entidad al joven historiador de tendencia revisionista, jurisconsulto y docente Humberto A. Mandelli, un porteño nacido en 1910. Y sobre su magisterio pudieron dar testimonio su comprovinciano el periodista y escritor Eduardo Jouvin Colombres o el antes citado Emilio Carilla.

Uno de sus discípulos en los temas históricos, el salteño radicado en Buenos Aires Carlos Gregorio Romero Sosa, solía cartearse a menudo con él. Al enterarse a finales de 1960 que el tucumano asistiría al III Congreso Hispanoamericano de Historia a celebrarse en Cartagena de Indias en 1961, junto al académico mendocino Pedro Santos Martínez, Romero Sosa se adelantó a despedirlo con el siguiente romance titulado «¡Augurios!», que se publicó en el número 215 correspondiente a enero-diciembre de 1961 en Norte Argentino. Revista de Orientación Tradicional, impresa en la ciudad de San Miguel de Tucumán: «Vete presto a Cartagena,/ poeta del Tucumán,/ vete y canta con voz plena/ en las orillas del mar./ Lleva contigo a tu Horacio/ -permanente deleitar-/ magnus doctor, tú, que al Lacio/ sabes honor tributar./ Vete y canta en la serena/ quietud de la inmensidad,/ bajo cielo en luna llena/ reflejada en manso olear./ !Que las brisas colombianas/ allí te hagan añorar/ a las brisas del Tirreno/ que Horacio supo cantar!/ Y en la hidalga sede indiana/ que de América es altar,/ pon tonada tucumana/ adormecida en el mar./ Yo no lo dudo, poeta, / que en Cartagena hallarás/ mucho de tu tierra madre:/ de la nuestra Tucumán./ ¡Vete, pues, a Cartagena,/ que no te arrepentirás!/ ¡Vete y canta, en luna llena,/ a las orillas del mar!»

La respuesta también en verso no tardó en llegar. Fechada el 18 de febrero de 1961, acompañó el volumen sobre Goethe que largamente le venía requiriendo el interlocutor. Se advierte en los amistosos tercetos compuestos en endecasílabos intercalados con versos de siete sílabas, el tono repentista, afectuoso y juguetón sin esconder las disculpas por su proverbial morosidad epistolar. Resultan demostrativos de otra cuerda del poeta, aquel lírico de antaño algo grandilocuente en su inicial Poema del agua y que en los años veinte de la pasada centuria diera a conocer El amor innumerable exaltando a una idealizada y poco carnal mujer cósmica.

Enmarcado y dispuesto en un rincón de su biblioteca, mi padre conservó hasta su muerte ocurrida en diciembre de 2001 el poema que le dedicó Lizondo Borda y dice: «Con tu epístola en verso me has tocado,/ mejor que con la prosa;/ y de mi inercia al fin he despertado./ Tú eres un gran ejemplo/ de recuerdo tenaz y de cariño,/ que a la amistad has levantado un templo,/ y te conservas bueno como un niño./ Sólo hay en tu alma primaveras;/ y así hoy versificando,/ entre bromas y veras,/ lindamente me elogias…¡hasta cuándo!/ Yo, cual mulo de noria,/ aquí atado -mis libros son testigos-,/ dando vueltas en torno de la historia/ no veo el hoy, y olvido a mis amigos./ Pero ahora, a tu lírico llamado,/ me detengo un momento;/ y te envío mi «Goethe», el esperado/ por ti 23 años-¡qué portento!-.

Las «afinidades electivas», y nunca más oportuna la expresión si de un traductor del romántico creador alemán se trata, pudieron más que la distancia, las actividades académicas o los desvelos laborales de ambos. Porque «mejor que con la prosa», fueron los versos el vehículo propicio para reanudar un diálogo iniciado entre perfume de jazmines y lapachos en flor en la ciudad cuna de la Independencia Argentina hacia 1935. Un año que divisarían lejano, al evocarlo, los artífices de ese intercambio poético.

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